martes, julio 15, 2008

El compromiso politico en una sociedad laica


El compromiso político en una sociedad laica

Por Thierry Boutet*

La esfera política ha subvertido a la esfera religiosa por razones históricas y culturales. Esa subversión ha tomado la forma de una religión civil. Para un cristiano, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿cómo comprometerse en política sin ofrecer sacrificios a los dioses de la Modernidad? He aquí el texto de la comunicación de Thierry Boutet al seminario internacional « La política, una forma exigente de la caridad », organizado en Roma por el Consejo pontifical Justicia y Paz, el 20 y 21 de junio de 2008. Esta comunicación ha sido dada bajo el título: «Esfera religiosa, esfera política y principio de laicidad»

La cultura ambiente, particularmente en Francia, no es favorable al cristiano que desea comprometerse en política. A pesar de las exhortaciones de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, muchos tienen la tentación de dejar la vida política para no exponer su fe y sus convicciones a los azares de un combate y de una sociedad que ampliamente les rechazan.

Recordemos lo que escribía Juan Pablo II en su exhortación Christi fideles laici:
Los laicos fieles no pueden de ningún modo renunciar a la participación en la "política", a saber, en la acción multiforme, económica, social, legislativa, administrativa y cultural, que tiene por objeto promover, orgánicamente y a través de las instituciones, el bien común. Los Padres del Sínodo lo afirmaron repetidas veces: todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en política; esta participación puede tomar gran diversidad y complementariedad de formas, de niveles, de tareas y de responsabilidades. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, del egoísmo y de corrupción, que muy a menudo son lanzadas contra los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, los partidos políticos, como también la opinión bastante difundida que la política necesariamente es un lugar de peligro moral, todo esto no justifica para nada el escepticismo ni el ausentismo de los cristianos de la cosa pública (n. 42).

Otros, a pesar de las limitaciones, se comprometen a la acción política pero sin atreverse a afirmar sus convicciones. Para unos, se trata de una posición de principio: la distinción weberiana entre la «ética de la responsabilidad» y la «ética de la convicción» les provee de un argumento práctico para justificar las posiciones tomadas sin referencia a sus propias convicciones religiosas. Para otros, por fin, es solamente un asunto de comodidad y de circunstancia, al ir en la dirección de su oportunismo este relativismo de principios.

Sea lo que sea, es difícil, en Francia, estar etiquetado como "católico" y hacer política. Nuestra sociedad no aprecia que uno invoque su fe en la esfera de los asuntos públicos. Bajo el nombre de laicidad, tolera las convicciones religiosas bajo reserva que no se inmiscuyan en la acción política. ¿Es posible en estas condiciones reconciliar las esferas de lo religioso y de lo político? La cultura dominante en Francia encuentra la cuestión inapropiada y responde que no.

Desde hace doscientos años en Francia, la esfera política delimitó su perímetro acantonando lo religioso a la esfera de la vida privada y de la familia. Mirando la cuestión más de cerca, las fronteras no son tan estancas. La ley de 1905 es una ley de compromiso. Su artículo 1 afirma que « la República asegura la libertad de conciencia. Garantiza el ejercicio libre de los cultos bajo las solas restricciones promulgadas a continuación, en interés del orden público ». En cuanto a su artículo 2 prevé que « la República no reconoce, ni atribuye salarios ni subvenciona a ningún culto ». Si bien el artículo 1 es aplicado, el segundo sufre numerosas excepciones, directas o indirectas, a mayor beneficio de la Iglesia. La República francesa mantiene las iglesias, subvenciona la enseñanza católica y retribuye a los capellanes de prisión y los capellanes militares. Las asociaciones litúrgicas gozan de numerosas ventajas fiscales y muy a menudo de la benevolencia del fisco. La República francesa es laica, pero es finalmente bastante buena madre para la Iglesia.

Existe en Francia una corriente laicista pero es minoritaria. Mientras no se toque a los símbolos, como lo hizo Nicolás Sarkozy, las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos globalmente son buenas. Esta situación explica la prudencia del episcopado sobre este asunto. Nadie desea, ni tiene interés, en reabrir disputas que datan de otro siglo.

Pero esta paz aparente favorece la supresión de lo religioso. El político tiene cada vez más tendencia a ocupar el espacio dejado libre por las religiones, a decir en su lugar lo que está bien y mal, y fija normas en esferas que no son de su competencia. En efecto, el progreso técnico, la evolución de las costumbres, conducen al político a legislar en materia ética en asuntos conexos con lo religioso. Si desde hace tiempo, el Estado moderno salió de estas prerrogativas de regalía para invadir el dominio de la economía y de la social, hoy tiende a intervenir cada vez más en el terreno de la ética y de los comportamientos privados. Es arrastrado allí por una suerte de pendiente natural que valora los principios por los cuales, bajo el nombre de laicidad, justifica y funda en lo sucesivo su autoridad.

Si la Iglesia de Francia, en el curso de la historia, pudo pecar por clericalismo, estos tiempos se han cumplido ampliamente. ¿Es posible revertir esta tendencia hegemónica que procede de un laicismo tan peligroso como pudo serlo el clericalismo, sin cuestionar la autonomía legítima de la política en su orden, que podemos llamar de sana laicidad?

Es ese proceso lo que deseo evocar rápidamente, antes de examinar brevemente la postura que puede ser la de los católicos hoy, en la línea de la Nota doctrinal sobre el empeño y el comportamiento de los católicos en la vida política, firmada el 24 de noviembre de 2002 por el cardenal José Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Lo religioso precede a lo político Lo religioso precede a lo político, pero también lo precede antropológicamente y antológicamente.

El hombre pensó en Dios inclusive antes que las ciudades existieran. El interrogante religioso es muy anterior al interrogante político. El hombre es un animal religioso antes de ser un animal político. La búsqueda de sentido, la búsqueda religiosa, el instinto religioso le son connaturales. Así como lo observó muy bien Nicolás Sarkozy, el político no tiene como vocación responder a esta búsqueda. Qué esta observación de sentido común hubiera podido chocar a algunos es revelador del desplazamiento que operó la Modernidad política, y la pretensión de la política en invadir lo que se puede llamar muy generalmente la esfera de los valores o de las representaciones religiosas.

En el principio entonces, la autoridad procede de lo religioso. La ciudad se constituye alrededor de los dioses de una familia o de un clan más poderoso que otros, y la política aparece como hija de la religión y de la metafísica. Todas las palabras del lenguaje político que todavía utilizamos, nacieron en Grecia en un contexto religioso, nos han sido transmitidas por Roma y han sido bautizadas por los padres y los grandes doctores de la Iglesia.

Pero como se sabe, una revolución cultural rompió este lazo. El académico francés Pablo Hazard (1878-1944) pone fecha a esta ruptura a finales del siglo XVII, en el prefacio con el que abre su ensayo sobre la crisis de la conciencia europea: “¡Qué contraste! ¡Qué brusco pasaje! La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan firmemente la vida: he aquí lo que les gustaba a los hombres del siglo decimoséptimo. Las coacciones, la autoridad, los dogmas, he aquí lo que detestan sus sucesores inmediatos, los hombres del siglo decimoctavo. Los primeros son cristianos, y los otros anticristianos; los primeros creen en el derecho divino, y los otros en el derecho natural; los primeros viven con facilidad en una sociedad que se divide en clases desiguales, los segundos no sueñan sino es con la igualdad. Por cierto, los hijos enredan de buena gana a los padres, imaginándose que van a rehacer a un mundo que les esperaba sólo para volverse mejor: pero los remolinos que agitan las sucesivas generaciones no bastan para explicar un cambio tan rápido y tan decisivo. La mayoría de los franceses pensaba como Bossuet; de pronto, los franceses piensan como Voltaire: es una revolución [1
].

La revolución de la secularización


Esta revolución es a menudo descrita como un proceso de secularización. El término es reciente. Aparece en la filosofía política alemana del siglo XX, particularmente en Carl Schmitt, para describir el retroceso de la influencia de la religión en la vida pública. Pero el sentido del término y el fenómeno son muy anteriores.

En cierto sentido san Pablo ya lo evoca cuando escribe en la epístola a los romanos: “Los exhorto pues hermanos por la misericordia de Dios a ofrecer sus personas como una hostia viva y santa, agradable a Dios: ese es el culto espiritual que tienen que brindar. Y no se amolden al mundo presente [literalmente al "siglo" -sæculum en la Vulgata], sino que la renovación de vuestro juicio los transforme y los haga discernir acerca de cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le gusta, lo que es perfecto (Ro 12, 1-2).”

Con relación a la cuestión que nos ocupa, este pequeño texto proyecta una luz muy cruda sobre la situación del hombre contemporáneo y podría ser objeto de un largo comentario. Si se sigue a san Pablo, la secularización consiste positivamente en « modelar nuestro juicio a partir del mundo (sæculum) ». Es pues lo contrario exacto de la santificación por la cual nuestro espíritu y todo nuestro ser están vitalmente unidos a Dios.


Una sociedad secularizada es una sociedad en la cual el siglo se ha convertido en el horizonte, donde el hombre se ha hecho la medida de todas las cosas y que no tiene más como fin último su santificación, sino su seguridad y su prosperidad. Mucho más tarde, Augusto Compte escribirá (en Ve Opúsculo de filosofía social): «todo es relativo al tiempo; he aquí el único principio absoluto. » O todavía: «todo lo que se desarrolla espontáneamente es necesariamente legítimo durante cierto tiempo, como satisfaciendo por esta misma razón alguna necesidad de la sociedad.»

En oposición de toda concepción trans histórica del destino del hombre, o en oposición de toda esperanza teologal cuyo horizonte es la santificación, el historicismo, el relativismo, el materialismo práctico son pues inherentes a la secularización.

La secularización es una concepción de la libertad

Desde el punto de vista político, las primicias de esta revolución pueden ser observadas desde la Edad media en Guillermo de Occam, y consiste en una primera ruptura entre la fe y la razón. En el contexto muy particular de una doble disputa, una sobre los universales, y la otra entre el papado y el emperador de Alemania, Occam plantea el principio que Dios es tan poderoso como para que una cosa que sea pueda no ser. Con él, el poder de Dios deja de ser ordenado por su sabiduría. Así Occam hace volar implícitamente en pedazos el principio de no contradicción, y afirma el primado absoluto del poder de la voluntad sobre la sabiduría y la razón.

Volviendo arbitrario el poder de Dios, este principio va a sumergir por etapas el pensamiento político clásico en el universo de la Modernidad. La autoridad no depende más de una orden de sabiduría al cual se somete libremente. Poco a poco la función del soberano no va a consistir más en "dictar" una ley que, según san Pablo, nos permite «discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le gusta, lo que es perfecto».

En lo sucesivo, el soberano “hará” la ley, en cierta manera ex nihilo. ¿Si el soberano del universo, modelo de toda autoridad, no está forzado más por nada, por qué los soberanos de la Tierra lo estarían en un espacio y el tiempo que les es propio? ¿Si los actos de Dios surgen del "fait du prince”, por qué los pequeños príncipes de la Tierra, cuyo poder es sólo una delegación del soberano del universo, no actuarían en su pequeña esfera del mismo modo?

En Francia, el primer teórico que saca las consecuencias políticas de la revolución de Occam es Juan Bodin. Pertenece al Partido de los políticos. En plena guerra de Religión, éstos buscan con coraje permanecer neutrales. Cuatro años después de la Noche de San Bartolomé, en 1576, Bodin publica los seis gruesos tomos de La Política, que son actualmente poco leídos, y mucho menos aún que el Príncipe de Maquiavelo o el Leviatán de Hobbes. Sin embargo el primero que teoriza sobre los fundamentos del Estado secular moderno es Bodin.

Define la soberanía «como el poder absoluto y perpetuo de la república». Y eso es todo. El soberano es en su territorio eficiencia pura. En su definición excluye toda finalidad. En estas condiciones, el príncipe –como el Dios de Occam– puede dictar y romper la ley como bien le parezca, sin otro motivos que los que el se dicte a si mismo. «Porque tal es mi placer, dice el rey». Es un rey absoluto, es decir "absuelto" del poder de la ley que él mismo dicta.

Esta idea de una soberanía absoluta de la que van a apoderarse los teóricos de fines del Ancien Régime francés, libera al soberano de los límites feudales que todavía quedan y de toda pretensión del poder pontifical respecto del terreno político. Pero es también la raíz trascendental del poder lo que salta en pedazos con Bodin. Así, jamás hay que olvidar que es bajo el Ancien Régime que nace la concepción moderna del Estado. Cuando sobreviene la Revolución, la monarquía cristiana ya ha cesado de existir en sus fundamentos.

Una revolución que no es solamente política

Pero la revolución de Occam no se aplica solamente al soberano. Se aplica a todo hombre. Con Hobbes, la libertad deja de ser una cualidad de la voluntad sometida a la razón; ella misma se hace una fuerza pura, autónoma, incondicional, una capacidad de querer por si misma sin límites. Es puro poder sin normas externas. Kant, a continuación, nos lo dice en un pequeño ensayo titulado ¿Que son que las luces? Las luces, responde, es la salida del hombre fuera del estado de tutela del cual es responsable él mismo. El estado de tutela es la incapacidad de servirse de su entendimiento sin la conducta de otros. Uno mismo es responsable de esta tutela cuando la causa no radica en una insuficiencia de la resolución y del coraje de servirse de ellas sin la conducta de otros. ¡Saper auder! ¡Ten el coraje de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de las Luces.

La Revolución francesa no hará sino dar un marco institucional y político a la secularización triunfante liberando a Francia de todos los frenos que todavía limitaban a los soberanos del Ancien Régime. Como le escribe Mirabeau a Luis XVI el 9 de julio de 1790: «la idea de formar sólo una clase le habría gustado a Richelieu, esa superficie toda igual facilita el ejercicio del poder». En lo sucesivo, el divorcio entre la esfera religiosa y la esfera política se ha consumado en provecho de política, que se reviste de atributos divinos.

Quedan de eso dos consecuencias que numerosos autores describieron:

1/El soberano adquiere un poder que jamás había tenido antes.

Así, dice Benjamin Constant, en La Libertad en los Modernos:

“El error de los que, de buena fe, en su amor por la libertad, concedieron a la soberanía del pueblo un poder ilimitado, surje de la manera en la que se formaron sus ideas en política. Vieron en la historia a un pequeño número de hombres, o hasta uno solo en posesión de un poder inmenso que hacía mucho mal, pero su furia se dirigió contra los poseedores del poder y no contra el mismo poder. En lugar de destruirlo, ellos no soñaron sino en desplazarlo. Era una plaga, y ellos la consideraron como una conquista [2
]”.

Lo mismo escribe Alexis de Tocqueville en La Democracia en América:

“Desembarazándose de la fe en nombre de la autonomía absoluta de la razón humana los hombres del siglo XVIII dieron al poder temporal un poder que jamás había tenido. Los revolucionarios no debilitaron al soberano, lo liberaron de todas las tutelas que frenaban su poder”.

Y Bertrand de Jouvenel en Sobre el poder:

“Una vez que el hombre se ha declarado la medida de todas las cosas, no hay más verdaderamente ni bien, ni justo, ni injusto, sino solamente opiniones iguales en derecho, con lo cual el conflicto no puede ser resuelto de otra manera que por la fuerza política o militar; y cada fuerza triunfante entroniza a su vez una verdad, un bien, una justicia que durarán tanto como ella”.
”La comunidad de creencias era un factor poderoso de cohesión social, que sostenía las instituciones y mantenía las costumbres. Aseguraba un orden social, complemento y soporte del orden político, y su existencia manifestada por la autonomía y la santidad del derecho liberaba al poder de una responsabilidad inmensa y le oponía una muralla infranqueable”.

Y confirma también Jouvenel, que:

“Esta verdad es capital porque un poder, cualquiera que sea su forma, que define el bien y lo justo es absoluto de muy distinto modo que un poder que encuentra lo justo y el bien definidos por una autoridad sobrenatural. ¿Un poder que amolda las conductas humanas según las nociones de utilidad social es absoluto de muy distinto modo que un poder que rige a hombres cuyas conductas son construidas por Dios? Y sentimos aquí que la negación de la legislación divina, que el establecimiento de una legislación humana son el paso más prodigioso que una sociedad pueda dar hacia el absolutismo del poder [3
]”.

2/Asistimos a una suerte de sacralización secular de la política.

Así para Tocqueville, la Revolución francesa obró como una revolución religiosa:
“Encendió una pasión que hasta entonces las revoluciones políticas más violentas no habían podido producir. Inspiró el proselitismo y hace nacer la propaganda. Por ahí por fin pudo tomar ese aire de revolución religiosa que espantó tanto a los contemporáneos; o más bien ella misma se hizo una suerte de religión imperfecta, en verdad sin Dios, sin culto, y sin otra vida, pero que sin embargo inundó toda la tierra con sus soldados sus apóstoles y sus mártires, como el islamismo [4
].

Y Francisco Furet comprueba: “La paradoja de la historia moderna de Francia consiste en no encontrar el espíritu del cristianismo sino a través de la democracia revolucionaria”. O también: “La Revolución francesa renueva la palabra religiosa sin acceder jamás a lo religioso. Los franceses divinizaron la libertad y la igualdad moderna sin dar a los principios nuevos otros aportes que la aventura histórica de un pueblo que permaneció católico
[5]. »

Van pues a enfrentarse dos concepciones de la laicidad fundadas sobre dos concepciones de la libertad.

Por una parte, la Iglesia: «para la doctrina moral católica, la laicidad es comprendida como una autonomía de la esfera civil y política con relación a la esfera religiosa y eclesiástica — pero no con relación a la esfera moral» escribe al cardenal Ratzinger en su Nota de 2002. Y añade: "La “laicidad”, en efecto, designa en primer lugar la actitud del que respeta las verdades que proceden del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad. Poca importancia tiene que estas verdades sean enseñadas también por tal o tal religión particular ya que la verdad es una» (n. 6).

Por otra parte la Modernidad política: para ésta, como escribe Santiago Rollet en La Tentación relativista o la Democracia en peligro (DDB, 2007), la laicidad se hizo « una concepción cierta de la libertad política a la cual se asigna la tarea de librar al género humano de las cadenas del cielo [6
]».

El compromiso político cristiano


¿En estas condiciones que es lo que está en juego en el compromiso de los cristianos en política? ¿Que puede hacer un católico cuya conciencia es "una", y no puede ser separada, entre, por un lado la conciencia moral y por el otro la conciencia política, o entre «dos vida paralelas, una espiritual y otra secular»?
La primera condición me parece, es estar convencido que, como lo escribe también el cardenal Ratzinger, que «los ciudadanos católicos tienen el derecho y el deber, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad, de promover y de defender las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto de la vida y otros derechos de la persona, por todos los medios lícitos» (Nota, n. 6). Lo que está lejos de ser actualmente el caso en nuestras sociedades.

No se trata desde luego de hacer idénticas la ley religiosa y la ley civil: «la fe jamás pretendió encajar en un esquema rígido los contenidos político-sociales» escribe también el ex prefecto de Congregación para la doctrina de la fe. Pero existe como una gramática de la humanidad. Cada mismo hombre tiene, en el fondo de si mismo el sentido del bien y del mal. El Decálogo no hace sino formular las grandes reglas, que se enuncian en un conjunto de preceptos universales negativos y positivos: «no matarás, no robarás, honrarás a tu padre y tu madre, santificarás el nombre de Dios, etc. ». A esta gramática, la Iglesia no la inventó. La recibió como un depósito.

¡Escribiendo su historia larga, la humanidad no supo siempre respetar esta regla de vida!. Pero una cosa es cometer faltas de gramática, y otra cosa es negar toda gramática o dejarla a la arbitrariedad de cada uno.

En múltiples ocasiones, Juan Pablo II mostró hasta que punto esta gramática no podía depender de una mayoría de opinión. En la encíclica Evangelium vitæ, escribe:

En realidad, la democracia no puede ser elevada al nivel de un mito, hasta el punto de convertirse en un sustituto de la moralidad o de ser la panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un "sistema" y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter "moral" no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la cual la democracia debe estar sometida como todo comportamiento humano: depende pues de la moralidad de los fines perseguidos y de los medios utilizados. Si se observa hoy un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, hay que considerar a esto como un “signo de los tiempos” positivo, como el Magisterio de la Iglesia lo ha subrayado muchas veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o desaparece con arreglo a los valores que encarna y promueve: Son ciertamente fundamentales e indispensables la dignidad de toda persona humana, el respeto de sus derechos intangibles e inalienables, así como el reconocimiento del "bien común" como fin y como criterio regulador de la vida política.

El fundamento de estos valores no puede encontrarse en "mayorías" provisionales y fluctuantes de opinión, sino solamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva que, como "ley natural" inscrita en el corazón del hombre, es una referencia normativa para la misma ley civil. Cuando, a causa de un oscurecimiento trágico de la conciencia colectiva, el escepticismo viniera a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, es el sistema democrático el que sería quebrantado en sus fundamentos, quedando reducido a un mecanismo simple de regulación empírica de intereses diversos y opuestos (n. 70).

El político sólo puede recibir y respetar esta regla de oro, como la Iglesia. El católico no tiene que tener vergüenza de poner en causa a la democracia en la medida en que ésta se aleje de esta regla. Esta actitud no es confesionalismo.

Podría serlo, si los cristianos no evitaran la tentación siempre posible de instrumentalizar la religión en provecho de un proyecto humano. Ciertos católicos franceses del siglo XIX y del último siglo que tenían la nostalgia de lo que creían que había sido el Ancien Régime, pudieron ceder a esa tentación, soñando con una cristiandad mítica. Esta tentación, hasta inspirada por motivos religiosos, es la de la Babel, el mito de la ciudad humana perfecta. Las ideologías del siglo XIX y del siglo XX y el islamismo actual testimonian el peligro de tales utopías. El trono y el altar pueden aparecer yendo codo con codo cuando en realidad la inspiración es sólo humana y secular.

Me inquieto siempre cuando oigo a alguien, inclusive a un católico, decir que se bate en política por las ideas o por una forma de régimen. No tenemos modelo de sociedad que proponer, aunque fuera este religioso. Esto es lo que nos distingue fundamentalmente del Islam. La Iglesia en el curso de los siglos sostuvo muchas formas de organización política, a ninguna le dio un carácter absoluto.

No entramos en política para construir una sociedad perfecta a nuestros ojos, y para imponerla a través de la persuasión o por la fuerza a nuestros conciudadanos, sino para poner en ejecución el mandato del amor [7
]. Sólo la puesta en ejecución del mandato del amor puede subvertir la subversión religiosa operada por la Modernidad política. Este mandato supone evidentemente respetar la gramática profunda de la humanidad. No significa imponer a otros el plan “de la casa”.

La actitud justa me parece que consiste pues en esto: nuestra fe nos conduce a querer a todos los hombres. Nos invita a estar atentos a lo que son y a respetar a su respecto cierto código de conducta que resume el mandato del amor: «amaos los unos a los otros como yo los he amado». No estamos aquí para "convertir", sino para evangelizar, enseñar, alumbrar y amar. La Revelación no nos provee el modelo de la ciudad ideal, que existe sólo en el cielo. Nosotros solo estamos en el camino.

¿Aunque estos caminos nos aparecen a veces atravesándose, no nos conducen todos a Roma?


*Thierry Boutet es presidente del comité editorial de la revista Libertad política, publicó El Empeño de los cristianos en política (Privat, 2007). (traducido al español por Pablo López Herrera)

[1] La Crisis de la conciencia europea, Partis, Boivin et Cie, 1935, préface.[2] De la libertad de Antiguos comparada con la de los Modernos, 1819. [3] Del Poder. Historia natural de su crecimiento, Éditions du cheval ailé, Genève, 1945. [4] El Antiguo Régimen y la Revolución, III. [5] Francisco Furet, « La idea francesa de la revolución », El debate n ° 96, septiembre-octubre de 1997. [6] Santiago Rollet, La Tentación relativista o la Democracia en peligro, Desclée de Brower, Paris, 2007, p. 118.. [7] Así como lo sugiere el título de este seminario.

Las cabezas fuertes de Europa


Las cabezas fuertes de Europa

Roland Hureaux (*)

Son todavía numerosos los católicos franceses, con los pastores a la cabeza, según los cuales va de sí para un cristiano estar «por Europa» (1). No deberían dejar de asombrarse de que Polonia e Irlanda sean los países que hoy ponen más problemas al proceso europeo de integración. Por cierto que Polonia, que tenía el arte de multiplicar las objeciones en tiempos de los hermanos Kaszinski, se calmó desde la vuelta de los liberales al poder (2). Pero Irlanda, la muy católica Irlanda, acaba de infligir «una afrenta a Europa» como dicen los editorialistas llamados a comentar los resultados del referéndum del 11 de junio de 2008, una consulta que dejó ver a este pequeño país de apenas cinco millones de habitantes decirle no al tratado de Lisboa, una versión revisada y apenas corregida de la difunta Constitución europea.

Qué los países notoriamente más católicos de Europa sean los más reticentes a la construcción europea, en cuyos orígenes muchos veían sin embargo, con razón o sin ella la mano de Vaticano, es portador de una doble lección, a la vez sobre el catolicismo y sobre Europa.

Catolicismo y resistencia

Muchos se aferran al esquema clásico según el cual la Iglesia católica es primero una organización autoritaria, con gusto por las grandes estructuras orgánicas, como ayer el Sacro Imperio y hoy la Unión Europea. Polonia e Irlanda son tenidas, de este punto de vista, como dos casos especiales donde tanto la adhesión a la religión católica como el espíritu de rebelión se explican por una historia totalmente singular, de varios siglos de opresión en la que la identidad religiosa sirvió de catalizador a la resistencia nacional. Qué esta historia hubiera hecho de unos y otros "cabezas duras" hostiles hasta a lo que pueda haber de mejor, como la construcción europea, sea. Se dirá empero que estos países continúan siendo excepciones. Algunos añadirían, despreciativos, que habiéndolos dejado el catolicismo durante mucho tiempo en la ignorancia y la superstición, no debería asombrar que sean reacios al progreso de las Luces encarnado por el proyecto europeo. ¡A riesgo de olvidar que Francia, también de tradición católica, pero a la que no se le podría echar en cara ignorar a las Luces, ya había dicho que «no a Europa» el 29 de mayo de 2005! Sin hablar de los Países Bajos, en su mayoría protestantes.

Esta actitud despreciativa no es diferente después de todo de la sin embargo extremista de los contrarrevolucionarios franceses católicos, que se mostraban reticentes delante de la revolución polaca de 1830, con el motivo que se trataba de una subversión de Europa de la Alianza Santa y pues un esquive al principio de autoridad. Los mismos dejaron entonces a la izquierda, que era sin embargo anticlerical, sostener a la católica Polonia.

Inútil es decir cuán reduccionistas son estas concepciones. Por nuestra parte, no pensamos que haya que ver excepciones en los casos irlandés y polaco.

Primero porque estos países, a pesar de su situación en los márgenes de Europa (si se deja de lado a Rusia, lo que se discute), aportaron una eminente contribución a la historia de la Europa cristiana. Sin volver a remontarnos hasta el papel jugado por los monjes irlandeses en la conservación de la herencia latina en tiempos de las tinieblas merovingias ¿quién desconoce la contribución eminente de Irlanda a la edificación de los Estados Unidos, a las misiones de ultramar, así como a la literatura de la lengua inglesa? En cuanto al país de Copérnico y de Juan Pablo II ¿quién podría negar su papel en la historia europea?

Sobre todo, la historia de estos países no es tan excepcional como creemos. Falta mucho para poder afirmar que la Iglesia católica haya favorecido en todo tiempo el partido del orden. Olvidemos su alianza precoz con los reinos bárbaros que hicieron volar en pedazos al Imperio romano. La Italia medieval, aunque centro de la cristiandad, vivió en un desorden continuo. Las ciudades ya eran allí republicanas. Los papas no estuvieron por poco para debilitar en el curso de los siglos a los emperadores de Alemania, hasta sumergir a este país también en la anarquía. El muy positivo Maquiavelo criticó bastante al papado por este papel destructor. Al contrario, el protestantismo vino a confirmar el poder de los príncipes de la Alemania del siglo XVI, como la ortodoxia reconfortó al Imperio ruso.

En Francia, frente a una aristocracia en su mayoría ganada por la reforma, es la Liga, organización categóricamente dirigida por el duque de Guisa pero con un componente fuerte y popular, que defendió con pico y garras al catolicismo. La sociología de los miembros de la Liga parisinos de 1590 prefiguraba por otra parte ampliamente a la de los jacobinos de 1792. En definitiva, la alianza de la Iglesia con los partidos del orden, a pesar de las figuras emblemáticas de Constantino y de Carlomagno (este último, tan complacientemente invocado en Bruselas), fue en la historia de Europa más bien la excepción que la regla.

Excepción, la España del siglo XVI. Excepción, la Francia del siglo XVII. ¿Es un azar que estos dos países dónde la alianza del trono y del altar había sido la más estrecha que en cualquier otra parte vieran las convulsiones más violentas y anticlericales de la historia europea: Francia en 1789, España en 1936?

Chateaubriand había percibido bien, contra los reaccionarios de su tiempo, este pacto multisecular entre el cristianismo y el espíritu de libertad: «la libertad está sobre la cruz del Cristo; desciende de allí con él»; « el genio evangélico es eminentemente favorable para la libertad », afirma (3).

Frente a un proyecto imperial

Hasta aquí el catolicismo. Con referencia a Europa, diremos: el fin primero de esta empresa, tal, como la concibieron los Padres fundadores, es sobrepasar las rivalidades nacionales para fundar la paz, de promover cooperaciones estrechas para asegurar la prosperidad; ¿es pues tan opresiva para que la pueda negar un pueblo al que le gusta la libertad como al irlandés? Europa no es el Imperio británico, no es la “prisión de los pueblos” rusa ni, por lo menos lo esperamos, la expresión del germanismo triunfante (ni los irlandeses, ni los Polacos son germanos y tuvieron que luchar por el contrario contra los vecinos germánicos).

¡Incluso! Primero lo dijo Jean-Jacques Rousseau: toda entidad política geográficamente extensa es inepta para la democracia; ésta solamente es posible en pequeñas repúblicas como la de Ginebra. «Más el Estado se agranda, dice, más el gobierno debe reducirse» (4). Se comprende siguiendo la lógica de Rousseau que, aunque la Unión Europea no tenga formalmente la calidad de imperio, allí es técnicamente difícil de organizar la democracia; los gobernantes de un conjunto tan vasto corren peligro de alejarse de las preocupaciones de los pueblos que la componen: ¿no es a lo que asistimos hoy? ¿Más bien que fulminar la débil capacidad de escucha de la Comisión Europea, como lo hace Nicolás Sarkozy, no habría que preguntarse si, en un conjunto tan vasto como la Europa de los veintisiete, es intrínseco y por lo tanto irremediable tal corte entre gobernantes y gobernados?

Más aun. Cuando la realidad del proyecto europeo no deja de plantear algunas dudas sobre su carácter verdaderamente liberal, no sólo vemos proliferar una reglamentación puntillosa y ambiciosa, que ya Margaret Thatcher y la escuela de Brujas denunciaban, sino que asistimos cada vez más a una negativa abierta de la misma democracia: ¡con qué suficiencia los partidarios de todo tipo del tratado de Lisboa niegan todo valor al referéndum irlandés, como denegaron todo valor a los referéndum franceses y neerlandeses! ¡Van hasta exigir que este país vuelva a votar hasta que diga sí –si nos atrevemos a decir que sea "sometido a la cuestión" hasta que reconozca que en el fondo no es hostil hacia el tratado de Lisboa!

¿No basta para demostrar lo que tiene de ideológico el proyecto europeo, si no tal, como estaba al principio, por lo menos tal, como se ha convertido hoy, esta negativa de democracia por parte de aquellos que se ven, según el esquema leninista, como una "vanguardia iluminada" que conduce a Europa a una empresa de transformación prometeica? No son solo los pueblos polacos o checo que ven allí analogías con el proyecto soviético. Son también disidentes reconocidos del antiguo imperio soviético como Alexandre Zinoviev o Vladimir Boukovski. «Es asombroso, dice recientemente este último, que después de haber enterrado un monstruo, la Unión Soviética, se construya a uno semejante, la Unión Europea ». Y subraya Boukovski que tanto uno como el otro estaban o son dirigidos por una veintena de personas elegidas.

Todos los disidentes que se expresaron percibieron la analogía entre el proyecto europeo y el proyecto soviético - sin que haya que poner sin embargo una equivalencia entre la represión brutal de las oposiciones en el sistema soviético y la descalificación insidiosa de los disidentes del pensamiento único en el sistema europeo.

El instinto de la libertad es uno, es franco, es claro, no transige. Forma parte del genio de Europa, se lo quiera o no, mucho más que de miríficos proyectos de avance de las naciones. Pero contrariamente a lo que pudiera proclamar el Iluminismo, el catolicismo fue históricamente más bien el aliado, incluso el fermento de este espíritu de libertad que su antítesis. Qué dos países famosos católicos se opongan al edificio cada vez más extravagante al que las instancias de Bruselas se obstinan en ponerle los andamios está lejos de ser un accidente o un fenómeno periférico. Es por el contrario la expresión de la verdad escondida del proyecto europeo. Saben, mejor que otros, reconocer las caras múltiples que esta presenta, aquellos a los que una experiencia larga de la opresión aprendió a desconfiar.

A pesar de todo, estos pequeños pueblos rebeldes expresan lo mejor del genio de Europa: el espíritu de libertad.

(*) Publicado en www.libertepolitique.com - Traducción de Pablo López Herrera

Notas
[1] Naturalmente no repetimos por nuestra cuenta estas expresiones de uso general. Muy por el contrario, pensamos que son los adversarios de la Europa supranacional quienes defienden la civilización europea, fundada sobre la diversidad y la libertad. [2] Y hasta el Primero ministro polaco Donald Tusk se distinguió desgraciadamente hace algunos días, haciéndose el portavoz de la Comisión para responder con una violencia poco diplomática a las declaraciones de Nicolás Sarkozy. [3] Desarrollamos este aspecto del pensamiento de Chateaubriand en: Roland Hureaux, La Actualidad del gaullismo, en el capítulo II: « En las fuentes del gaullismo, Chateaubriand y el liberalismo católico », p. 49 sq ., François-Xavier de Guibert, 2007. [4] Estas ideas son desarrolladas en: Jean-Jacques Rousseau, El Contrato social, Livre III, capítulo VIII. Los Estados Unidos parecen ser una excepción al principio enunciado por J.-J.Rousseau: ninguna democracia posible en un conjunto demasiado grande. Por lo menos hasta ahora...

“Sí a la vida”, una prioridad pastoral y política para Europa

“Sí a la vida”, una prioridad pastoral y política para Europa

Mons. Juan Pedro Cattenoz - Arzobispo de Aviñón (*)

« Conviértase y crean en el Evangelio de la Vida. » Es bajo este título que el arzobispo de Aviñón, con ocasión de la presidencia francesa de la Unión Europea, lanza un llamamiento vibrante a la conciencia moral y política de cada uno para reconocer los “no a la vida” que jalonan la historia de Francia y de Europa desde hace cuarenta años. Mons. Cattenoz deseó que su llamamiento fuera publicado por Libertad política. Muy sensibles a su confianza, invitamos a todos nuestros lectores a que difundan con amplitud este documento a su círculo.

Frente a las cifras abrumadoras, frente a una actualidad muy animada con respecto a numerosos temas sensibles, en el momento en el que nuestro país toma la presidencia de la Unión Europea, en el momento en el que nuestro país está a punto de tomar decisiones graves que afectan a la vida, no puedo guardar silencio.

Obispo, sucesor de los apóstoles, llamado a ser testigo del Cristo y de su Evangelio, quiero invitar a todos los cristianos de mi diócesis, a todos hombres políticos, a todos hombres de buena voluntad y pienso muy particularmente en los padres A todos ellos los invito a tener el coraje de mirar frente a frente la situación para reconocer todos los «no a la vida» que marcaron la historia de nuestro país y de Europa desde hace más de cuarenta años. Hay una conversión verdadera que es necesario que se opere, pero no tengamos miedo. El que es la fuente de la Vida comenzó su ministerio con estas palabras: « Conviértase y crean en el Evangelio. » No tengamos miedo entrar en un camino de conversión con respecto a todas las culturas de muerte que atraviesan Europa de hoy. No tengamos miedo en redescubrir la belleza y la grandeza de la Vida que Cristo nos da, y seamos los testigos de este Evangelio de la Vida en Europa de hoy.

Cifras abrumadoras

  • En la Unión Europea, hay un aborto cada 27 segundos, 133 por hora. El aborto es la primera causa de mortalidad en Europa.

  • En la Unión Europea, un matrimonio se rompe cada 30 segundos.

  • En la Unión Europea, entre 1980 y 2006, el número de matrimonios disminuyó en más de 737.000, una pérdida del 23,9 %.

  • En la Unión Europea, sobre 5.209.942 nacimientos, 1.766.733 se produjeron afuera del matrimonio, o sea el 33 %. Y Francia ocupa el primer lugar con 419.192 nacimientos fuera del matrimonio, o sea el 50,5 %.

  • En la Unión Europea, el 80 % del crecimiento demográfico es debido a la inmigración. En 2006, el índice de fecundidad era 1,56 niños por mujer. En Alemania, hoy, 100 padres tienen 64 hijos y 44 nietos. En dos generaciones la población alemana sin contar la inmigración disminuye en la mitad.

  • Los hogares europeos son cada vez más solitarios: en la Unión Europea, un hogar de cada 4 cuenta solamente con una sola persona.

Una actualidad animada

El Parlamento británico acaba de autorizar a los investigadores a realizar embriones híbridos humanos-animales; podrán así trasladar células humanas a ovocitos animales de los cuales ha sido retirado su ADN para disponer de células para la investigación, células que tendrán sin embargo que destruir antes del día 15 de vida. La unión hombre-animal, aunque no es sexual, representa un horror que siempre ha sido condenado fuertemente. Romper esta barrera abre la puerta a monstruosidades que pueden revelarse de consecuencias pesadas para la humanidad entera.

Siempre en Gran Bretaña, la ley autoriza a las mujeres a recurrir a las técnicas de la procreación artificial sin que un padre sea necesario (método reclamado por las parejas de lesbianas).

Siempre en Gran Bretaña, en las escuelas, no es más posible desde ahora en adelante hacer referencia al padre y a la madre, sino al progenitor A y al progenitor B. El tiempo ha pasado en el que las primeras palabras pronunciadas por un niño eran "Papá" y "Mamá". En lo sucesivo en nombre de la ley, va a ser "A" y "B".

En numerosos países europeos se intensifica la idea que la familia natural es reaccionaria, homófoba y discriminatoria con respecto a todas las demás formas de uniones.

A un año de la revisión de la ley de bioética, la cuestión de la madre portadora ocupa actualmente la escena francesa. Prohibida en 2004 y unánimemente condenada, hoy las instancias medicales, jurídicas y políticas no se interrogan más sobre la legitimidad del recurso a las madres portadoras, sino que ahora reflexionan sobre la forma de encuadrarlo. Entonces, tales prácticas cuestionan uno de los principios más fundamentales y más antiguos del derecho: «la madre es la que da a luz el niño» ¿Cuándo sabemos todos los lazos que se generan entre la madre y el niño que lleva en su seno, cuáles serán las consecuencias de tales prácticas sobre el niño? ¿Cuáles serán sus lazos de parentesco con aquellos y aquellas que habrán participado en su nacimiento? ¿No es esa práctica una instrumentalización de la mujer, una verdadera cosificación del cuerpo humano? ¿En cuanto al niño, no es reducido también a ser un bien de consumo?

El voto en el Consejo de Europa en abril pasado de una resolución titulada «Acceso a un aborto sin riesgo y legal en Europa» fija tres objetivos: despenalizar el aborto si esto no está ya hecho; necesidad de garantizar “el acceso efectivo a este derecho” (n 3) y levantar las restricciones que traban el acceso a un aborto sin riesgo; favorecer el acceso a la contracepción y hacer obligatoria la educación sexual de los jóvenes (n 7).

Hablemos justamente de la educación sexual de los jóvenes: ¿qué pensar de los catálogos publicados bajo el membrete de la República, que presentan la gama completa de preservativos o anticonceptivos para antes o después, todo con documentación descriptiva detallada y con imágenes para su colocación y retiro? ¿Es esto educar a nuestros niños y nuestros jóvenes?

Pero hay otro fenómeno invasor, el de la pornografía que se extiende complacientemente en los medios de comunicación y que se expone a todas las miradas sobre los muros de nuestras ciudades. Se trata de agresiones verdaderamente sufridas sin poder defenderse de ellas. De la misma manera, si usted procura utilizar Internet para encargar un libro o ropa, es cada vez más difícil de evitar las imágenes intempestivas que se auto invitan frente a usted para provocarlo, y empujarlo a la tentación de practicar surf algunos instantes en sitios sobre las que usted sabe muy bien que nos harán mal hasta a nosotros los adultos. Pero que será de nuestros niños y nuestros jóvenes fascinados por las pantallas de sus ordenadores y de sus teléfonos celulares. Esta ola de pornografía los anima, los empuja a ceder a todas las impulsiones que habitan sus personas todavía en construcción, haciendo saltar en pedazos tabúes y prohibiciones.

El asunto Lydie Debaine del 9 de abril de 2008 (eutanasia): más allá de la compasión necesaria por el sufrimiento de esta mujer, cómo no interrogarse sobre las declaraciones de su abogada: «este fallo exculpatorio no debe ser interpretado como un permiso de matar, sino como el reconocimiento de un acto justo, de un acto de amor». Pero entonces, ese fallo exculpatorio abre la puerta al atentado voluntario a la vida de los minusválidos: matar a un minusválido por amor no es entonces un crimen. Ese asunto plantea la cuestión del infanticidio de minusválidos, de los recién nacidos minusválidos.

Unos tras otros, los países europeos legalizan la eutanasia y los medios de comunicación sacan provecho para volver a relanzar el debate. Actualmente, en Francia, una proposición de ley que pretendería legalizar la eutanasia circularía entre los parlamentarios. Diputados y senadores sufren, desde hace varias semanas de presiones pesadas por parte de la camarilla de la eutanasia. Pero, la primera cuestión está primero en desarrollar los cuidados paliativos y continuar combatiendo el dolor y el sufrimiento, y mucho camino hay todavía que recorrer en este tema, a pesar del aspecto positivo de declaraciones gubernamentales recientes. Toda la apuesta es al acompañamiento del fin de la vida. Algo siempre puede ser hecho para alguien que sufre, para aliviarlo, para acompañar la angustia, para ocuparse de el. Pero una sociedad que quiere erradicar el sufrimiento, abandona muy rápidamente los esfuerzos, para pasar a erradicar a los que sufren.

Y la lista no esta terminada …

Los tres “no a la vida” que marcaron nuestra historia desde hace cuarenta años

Europa dijo “no a la vida” una primera vez hace cuarenta años negando la encíclica Humanae Vitae. Se cerró a la vida la segunda vez en 1975 con las leyes sobre el aborto. Está a punto de decir un tercer no a la vida con las amenazas que pesan sobre la familia. El cardenal Christoph Schönborn declaraba recientemente a la televisión austríaca: «Europa dijo tres veces no a su propio futuro» y añadía: «esto no es primero un tema moral; es una cuestión de hechos: Europa se muere para haber dicho “no a la vida”. »

A la encíclica Humanae Vitae, le respondimos con un “no” Hace cuarenta años, en la tormenta de mayo de 68, no tuvimos el coraje de decir "sí" a la Humanae Vitae, una encíclica que, con raras excepciones, ha sido considerada decepcionante, inadmisible, inadmisible insoportable y prácticamente inaceptable.

Entonces Pablo VI nos invitaba a tener confianza, a creer en la vida y nos recordaba la grandeza del amor humano y del don de la vida. La unión de amor que une a dos personas es inseparable de la apertura al don de la vida. El amor como tal inclusive no sabría encontrar su finalidad en si mismo, necesita darse, comunicarse. Un amor que excluyera la apertura a la vida, al don de sí, es contrario a la realidad misma del amor y lleva consigo un germen de muerte.

Desde entonces, Pablo VI descartaba la utilización de todo método artificial de regulación de los nacimientos como contrario a la misma grandeza del amor que une al hombre y la mujer hasta ser solo uno, puesto que tales métodos excluían la apertura al don de la vida.

Pablo VI invitaba a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo a no dejarse asir por los espejismos que ofrecen la técnica y la cultura hedonista ambiente, sino a vivir un amor verdadero que a la vez une a los dos seres en un don total del uno al otro, y se abre al don de la vida, que siempre es recibido como un don de Dios. Juan Pablo II y Benedicto XVI a continuación de Pablo VI tendrán el coraje de recordar esta visión maravillosa del amor humano en su grandeza y en su belleza. Por cierto que tal concepción del amor y del acto sexual está a años luz del ambiente en el cual vivimos, de la visión del amor que nos presentan continuamente nuestras pantallas de televisión o nuestros ordenadores.

Pablo VI tuvo la audacia de los profetas afirmando la grandeza del amor humano y negando toda división entre el amor que une dos seres y la apertura al don de la vida, descartando de antemano toda comercialización del cuerpo humano y toda deriva bioética.

Pablo VI tuvo la audacia del visionario para negar en nombre de la grandeza del amor humano toda utilización de las píldoras y de los preservativos que abrirían la vía a un verdadero maremoto del consumismo de los cuerpos usados para buscar placeres efímeros sin relación con la grandeza y la belleza del amor.

Hoy, no tengamos miedo de responder con un verdadero sí a la “Humanae Vitae”. Tengamos el coraje de decir sí al amor humano y al don de la vida. Tengamos confianza; creamos en la vida.

Con las leyes sobre el aborto, le dijimos “no a la vida” Hace treinta años, no tuvimos el coraje de responder con un “no” a las leyes sobre el aborto. Hoy esas leyes hicieron su obra de muerte, y el Consejo de Europa, para completar ese “no a la vida” acaba de publicar una resolución que reclama como un derecho el acceso al aborto sin riesgo y legal en toda Europa.

Delante de esta ola de “no a la vida”, Juan Pablo II, en la encíclica “Evangelium Vitae”, recordaba la grandeza de la vida humana: « el hombre es llamado a una plenitud de vida que está mucho más allá de las dimensiones de su existencia sobre tierra, ya que es participación en la misma vida de Dios. La profundidad de esta vocación sobrenatural revela la grandeza y el precio de la vida humana » (EV n 2). La vida humana es sagrada desde su comienzo hasta su término natural.

Juan Pablo II denunciaba entonces la verdadera cultura de muerte que golpea a la vida humana en situaciones de una precariedad muy grande y que se desarrolla en el seno mismo de la familia. Ésta, llamada a ser el santuario de la vida se convierte en el primer lugar donde se mata: la madre en contra de su hijo o los hijos en contra de sus padres (Cf. EV n 11).

«La vida que necesitaría más amparo, amor y cuidado es considerada inútil, o considerada como un peso insoportable, entonces es negada de múltiples formas. Por su enfermedad, por su debilidad o, mucho más simplemente, por su misma presencia, el que cuestiona el bienestar y las costumbres de vida de aquellos que son más favorecidos tiende a ser considerado como un enemigo del que hay que defenderse o el que hay que eliminar. Se desencadena así una suerte de “conspiración contra la vida”» (EV n 12).

Este “no a la vida ” es tal que: «Para favorecer una práctica más extensa del aborto invertimos y continuamos invirtiendo sumas considerables para la puesta a punto de preparaciones farmacéuticas que hacen posible el homicidio del feto en el seno materno sin que sea necesario recurrir al servicio de un médico. Sobre este punto, la investigación científica misma parece casi exclusivamente preocupada de conseguir productos cada vez más simples y más eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, de naturaleza tal que retiran al aborto de toda forma de control y de responsabilidad social » (EV n 13).

En realidad, la contracepción y el aborto son los frutos de la misma planta, «y esto es confirmado de manera alarmante por la puesta a punto de preparaciones químicas, de dispositivos intrauterinos y de vacunas que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como medios abortivos en los primeros estadios del desarrollo de la vida del nuevo individuo» (EV n 13).

Este “ no a la vida ” se extiende entonces al diagnóstico prenatal, «que se hace demasiado a menudo una ocasión de proponer y de provocar el aborto. Es el aborto eugenésico cuya legitimación en la opinión pública nace de una mentalidad -percibida sin razón como en armonía con las exigencias terapéuticas- que recibe la vida solamente en ciertas condiciones y que niega el límite, la debilidad, la imperfección. Y persiguiendo la misma lógica, logramos negarles los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con debilidades o enfermedades graves.

Además, el guión cinematográfico actual se vuelve todavía más desconcertante debido a las propuestas, adelantadas por aquí y por allí, de legitimar en la misma línea del derecho al aborto, hasta el infanticidio, lo que nos hace volver a un estado de barbarie que se esperaba haber superado para siempre » (EV n 14).

Juan Pablo II denunciaba entonces, como última consecuencia de este no a la vida, la tentación de la eutanasia: «amenazas más graves pesan también sobre los enfermos incurables y los moribundos en un contexto social y cultural que, aumentando la dificultad de enfrentar y soportar el sufrimiento, hace más fuerte la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en la raíz mediante la anticipación de la muerte en el momento considerado como el más oportuno » (EV n 15).

Juan Pablo II subrayaba entonces la gravedad de tales derivaciones: «reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, equivale a atribuir a la libertad humana un sentido depravado e injusto, el de un poder absoluto sobre los otros y contra los otros. Pero es la muerte de la verdadera libertad» (EV n 21). «El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico que hace difundirse el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo […]. Así es como los valores del ser son reemplazados por los del tener. El solo fin que cuenta es la búsqueda del bienestar material personal. La pretendida "calidad de vida” se comprende esencialmente o exclusivamente como la eficacia económica, el consumo desordenado, la belleza y el goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas de la existencia, del orden relacional, espiritual y religioso » (EV n 23).

No tengamos miedo hoy de decir un verdadero sí al Evangelio de la Vida y de ser testigos auténticos. Tengamos el coraje de decir sí al don de la vida. Tengamos confianza, creamos en la vida.

Con las leyes sobre la disolución del matrimonio y de la familia, le decimos un nuevo “no a la vida”

Hoy, los países europeos unos tras otros legalizan el matrimonio de los homosexuales. ¿Tendremos el coraje de decir no a tales leyes? ¿Tendremos el coraje de decir no a un modelo familiar que la sociedad europea nos prepara en el que, al lado de la homoparentalidad, al lado de la unión libre, al lado del Pacs (1), al lado del concubinato en sus múltiples facetas, el matrimonio se convertiría en un contrato revocable a pedido entre compañeros del mismo sexo o del sexo diferente?

¿Tendremos realmente el coraje de decir no a una sociedad dónde el individuo convertido en rey pueda aspirar al tipo de familia de su elección, y pueda aspirar a elegir un hijo como quiera, cuando quiera, y si quiere?

¿Tendremos el coraje de decir no a la lógica contraceptiva, abortiva y eugenésica y genocida de las leyes de la cultura de muerte de la Europa de hoy, de una Europa que muere para haber respondido no a la vida?

¿Tendremos el coraje de oír al Papa Benedicto XVI dirigiéndose a los participantes a la Asamblea plenaria del Consejo Pontifical para la familia (13 de mayo de 2006)?: « La familia fundada sobre el matrimonio constituye “ un patrimonio de la humanidad ”, una institución social fundamental; es la célula vital y el pilar de la sociedad y esto concierne a los creyentes y los no creyentes. Es una realidad para la cual todos los Estados deben tener la consideración más elevada, porque, como gustaba recordarlo a Juan Pablo II, “el futuro de la humanidad pasa por la familia” (Familiaris consortio, n 86). […] En el mundo actual, en el que se difunden ciertas concepciones equívocas sobre el hombre, sobre la libertad, sobre el amor humano, jamás debemos cansarnos de presentar de nuevo la verdad sobre la institución familiar, tal como ella ha sido querida por Dios desde la creación. [] Vastas zonas del mundo sufren lo que se llama el "invierno demográfico", con consiguiente envejecimiento progresivo de la población que resulta; las familias parecen a veces amenazadas por el miedo de la vida, de la paternidad y de la maternidad. Hay que devolverles confianza, para que puedan continuar desempeñando su misión noble de procrear en el amor. »

¿Tendremos el coraje de oír al Papa Benedicto XVI dirigiéndose a las autoridades y al cuerpo diplomático en ocasión de su visita apostólica a Austria, el 7 de septiembre de 2007?: «¡Por favor, animen a los jóvenes qué, con el matrimonio fundan nuevas familias, que se hagan madres y padres! Usted les harán bien así, no sólo a ellos mismos, sino también a la sociedad entera. Los animo firmemente en su esfuerzos políticos que favorezcan las condiciones que permitan criar niños a las jóvenes parejas. Todo esto, sin embargo, no servirá para nada, si no conseguimos crear de nuevo en nuestros países un clima de alegría y de confianza en la vida, por el cual los niños no sean percibidos como un peso, sino como un don para todos. »

¿ Tendremos el coraje de oír al Papa Benedicto XVI dirigiéndose a los participantes al congreso internacional organizado con ocasión del cuadragésimo aniversario de la encíclica Humanae Vitae el 10 de mayo de 2008?:
« Verdaderamente deseo que se les reserve, particularmente a los jóvenes, una atención totalmente particular, con el fin de que puedan enterarse del sentido verdadero del amor y se preparen para ello a través de una educación adaptada a la sexualidad, sin dejarse distraer por mensajes efímeros que impidan alcanzar la esencia de la verdad que está en juego. »

De manera dramática, Europa parece lanzada hacia una espiral de extinción de la civilización, muy conocida por los historiadores con sus fases de disminución de la natalidad, envejecimiento, declinación y por fin decadencia.

Pero al mismo tiempo, nosotros los cristianos, queremos presentar nuestro alegato frente a esta espiral de muerte, porque vemos en el corazón de la Iglesia, levantarse familias, verdaderas familias, grandes familias, familias numerosas, que testimonian su confianza en la vida. Demuestran que Pablo VI tenía razón: la vida es un don maravilloso de Dios y el “sí a la vida” es una condición para una vida feliz y para una Europa que viva.

Querría agradecer a todas las familias que dicen sí a la vida, su testimonio es inapreciable y dará frutos. ¡Que alegría encontrar tales familias donde los niños son dones de Dios recibidos como frutos del amor que une a los padres! ¡Sin la familia, sin él “sí a la vida”, no hay futuro para la sociedad, ni para la Iglesia!

No tengamos miedo de pedir perdón para todas nuestras faltas de coraje, para todas nuestras faltas de confianza en la vida. ¡Qué el Señor nos dé a todos el don de convertirnos y creer en el Evangelio de la Vida! ¡Qué nos dé a todos el coraje a decir “sí a la vida” !

Aviñón, el 24 de junio de 2008, en la fiesta de San Juan Bautista.

+ Jean-Pierre-Cattenoz, Arzobispo de Aviñón.

(1) pacto de unión civil vigente en Francia. (N del T)
(*) Publicado en
www.libertepolitique.com - Traducción de Pablo López Herrera