martes, julio 15, 2008

El compromiso politico en una sociedad laica


El compromiso político en una sociedad laica

Por Thierry Boutet*

La esfera política ha subvertido a la esfera religiosa por razones históricas y culturales. Esa subversión ha tomado la forma de una religión civil. Para un cristiano, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿cómo comprometerse en política sin ofrecer sacrificios a los dioses de la Modernidad? He aquí el texto de la comunicación de Thierry Boutet al seminario internacional « La política, una forma exigente de la caridad », organizado en Roma por el Consejo pontifical Justicia y Paz, el 20 y 21 de junio de 2008. Esta comunicación ha sido dada bajo el título: «Esfera religiosa, esfera política y principio de laicidad»

La cultura ambiente, particularmente en Francia, no es favorable al cristiano que desea comprometerse en política. A pesar de las exhortaciones de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, muchos tienen la tentación de dejar la vida política para no exponer su fe y sus convicciones a los azares de un combate y de una sociedad que ampliamente les rechazan.

Recordemos lo que escribía Juan Pablo II en su exhortación Christi fideles laici:
Los laicos fieles no pueden de ningún modo renunciar a la participación en la "política", a saber, en la acción multiforme, económica, social, legislativa, administrativa y cultural, que tiene por objeto promover, orgánicamente y a través de las instituciones, el bien común. Los Padres del Sínodo lo afirmaron repetidas veces: todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en política; esta participación puede tomar gran diversidad y complementariedad de formas, de niveles, de tareas y de responsabilidades. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, del egoísmo y de corrupción, que muy a menudo son lanzadas contra los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, los partidos políticos, como también la opinión bastante difundida que la política necesariamente es un lugar de peligro moral, todo esto no justifica para nada el escepticismo ni el ausentismo de los cristianos de la cosa pública (n. 42).

Otros, a pesar de las limitaciones, se comprometen a la acción política pero sin atreverse a afirmar sus convicciones. Para unos, se trata de una posición de principio: la distinción weberiana entre la «ética de la responsabilidad» y la «ética de la convicción» les provee de un argumento práctico para justificar las posiciones tomadas sin referencia a sus propias convicciones religiosas. Para otros, por fin, es solamente un asunto de comodidad y de circunstancia, al ir en la dirección de su oportunismo este relativismo de principios.

Sea lo que sea, es difícil, en Francia, estar etiquetado como "católico" y hacer política. Nuestra sociedad no aprecia que uno invoque su fe en la esfera de los asuntos públicos. Bajo el nombre de laicidad, tolera las convicciones religiosas bajo reserva que no se inmiscuyan en la acción política. ¿Es posible en estas condiciones reconciliar las esferas de lo religioso y de lo político? La cultura dominante en Francia encuentra la cuestión inapropiada y responde que no.

Desde hace doscientos años en Francia, la esfera política delimitó su perímetro acantonando lo religioso a la esfera de la vida privada y de la familia. Mirando la cuestión más de cerca, las fronteras no son tan estancas. La ley de 1905 es una ley de compromiso. Su artículo 1 afirma que « la República asegura la libertad de conciencia. Garantiza el ejercicio libre de los cultos bajo las solas restricciones promulgadas a continuación, en interés del orden público ». En cuanto a su artículo 2 prevé que « la República no reconoce, ni atribuye salarios ni subvenciona a ningún culto ». Si bien el artículo 1 es aplicado, el segundo sufre numerosas excepciones, directas o indirectas, a mayor beneficio de la Iglesia. La República francesa mantiene las iglesias, subvenciona la enseñanza católica y retribuye a los capellanes de prisión y los capellanes militares. Las asociaciones litúrgicas gozan de numerosas ventajas fiscales y muy a menudo de la benevolencia del fisco. La República francesa es laica, pero es finalmente bastante buena madre para la Iglesia.

Existe en Francia una corriente laicista pero es minoritaria. Mientras no se toque a los símbolos, como lo hizo Nicolás Sarkozy, las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos globalmente son buenas. Esta situación explica la prudencia del episcopado sobre este asunto. Nadie desea, ni tiene interés, en reabrir disputas que datan de otro siglo.

Pero esta paz aparente favorece la supresión de lo religioso. El político tiene cada vez más tendencia a ocupar el espacio dejado libre por las religiones, a decir en su lugar lo que está bien y mal, y fija normas en esferas que no son de su competencia. En efecto, el progreso técnico, la evolución de las costumbres, conducen al político a legislar en materia ética en asuntos conexos con lo religioso. Si desde hace tiempo, el Estado moderno salió de estas prerrogativas de regalía para invadir el dominio de la economía y de la social, hoy tiende a intervenir cada vez más en el terreno de la ética y de los comportamientos privados. Es arrastrado allí por una suerte de pendiente natural que valora los principios por los cuales, bajo el nombre de laicidad, justifica y funda en lo sucesivo su autoridad.

Si la Iglesia de Francia, en el curso de la historia, pudo pecar por clericalismo, estos tiempos se han cumplido ampliamente. ¿Es posible revertir esta tendencia hegemónica que procede de un laicismo tan peligroso como pudo serlo el clericalismo, sin cuestionar la autonomía legítima de la política en su orden, que podemos llamar de sana laicidad?

Es ese proceso lo que deseo evocar rápidamente, antes de examinar brevemente la postura que puede ser la de los católicos hoy, en la línea de la Nota doctrinal sobre el empeño y el comportamiento de los católicos en la vida política, firmada el 24 de noviembre de 2002 por el cardenal José Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Lo religioso precede a lo político Lo religioso precede a lo político, pero también lo precede antropológicamente y antológicamente.

El hombre pensó en Dios inclusive antes que las ciudades existieran. El interrogante religioso es muy anterior al interrogante político. El hombre es un animal religioso antes de ser un animal político. La búsqueda de sentido, la búsqueda religiosa, el instinto religioso le son connaturales. Así como lo observó muy bien Nicolás Sarkozy, el político no tiene como vocación responder a esta búsqueda. Qué esta observación de sentido común hubiera podido chocar a algunos es revelador del desplazamiento que operó la Modernidad política, y la pretensión de la política en invadir lo que se puede llamar muy generalmente la esfera de los valores o de las representaciones religiosas.

En el principio entonces, la autoridad procede de lo religioso. La ciudad se constituye alrededor de los dioses de una familia o de un clan más poderoso que otros, y la política aparece como hija de la religión y de la metafísica. Todas las palabras del lenguaje político que todavía utilizamos, nacieron en Grecia en un contexto religioso, nos han sido transmitidas por Roma y han sido bautizadas por los padres y los grandes doctores de la Iglesia.

Pero como se sabe, una revolución cultural rompió este lazo. El académico francés Pablo Hazard (1878-1944) pone fecha a esta ruptura a finales del siglo XVII, en el prefacio con el que abre su ensayo sobre la crisis de la conciencia europea: “¡Qué contraste! ¡Qué brusco pasaje! La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan firmemente la vida: he aquí lo que les gustaba a los hombres del siglo decimoséptimo. Las coacciones, la autoridad, los dogmas, he aquí lo que detestan sus sucesores inmediatos, los hombres del siglo decimoctavo. Los primeros son cristianos, y los otros anticristianos; los primeros creen en el derecho divino, y los otros en el derecho natural; los primeros viven con facilidad en una sociedad que se divide en clases desiguales, los segundos no sueñan sino es con la igualdad. Por cierto, los hijos enredan de buena gana a los padres, imaginándose que van a rehacer a un mundo que les esperaba sólo para volverse mejor: pero los remolinos que agitan las sucesivas generaciones no bastan para explicar un cambio tan rápido y tan decisivo. La mayoría de los franceses pensaba como Bossuet; de pronto, los franceses piensan como Voltaire: es una revolución [1
].

La revolución de la secularización


Esta revolución es a menudo descrita como un proceso de secularización. El término es reciente. Aparece en la filosofía política alemana del siglo XX, particularmente en Carl Schmitt, para describir el retroceso de la influencia de la religión en la vida pública. Pero el sentido del término y el fenómeno son muy anteriores.

En cierto sentido san Pablo ya lo evoca cuando escribe en la epístola a los romanos: “Los exhorto pues hermanos por la misericordia de Dios a ofrecer sus personas como una hostia viva y santa, agradable a Dios: ese es el culto espiritual que tienen que brindar. Y no se amolden al mundo presente [literalmente al "siglo" -sæculum en la Vulgata], sino que la renovación de vuestro juicio los transforme y los haga discernir acerca de cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le gusta, lo que es perfecto (Ro 12, 1-2).”

Con relación a la cuestión que nos ocupa, este pequeño texto proyecta una luz muy cruda sobre la situación del hombre contemporáneo y podría ser objeto de un largo comentario. Si se sigue a san Pablo, la secularización consiste positivamente en « modelar nuestro juicio a partir del mundo (sæculum) ». Es pues lo contrario exacto de la santificación por la cual nuestro espíritu y todo nuestro ser están vitalmente unidos a Dios.


Una sociedad secularizada es una sociedad en la cual el siglo se ha convertido en el horizonte, donde el hombre se ha hecho la medida de todas las cosas y que no tiene más como fin último su santificación, sino su seguridad y su prosperidad. Mucho más tarde, Augusto Compte escribirá (en Ve Opúsculo de filosofía social): «todo es relativo al tiempo; he aquí el único principio absoluto. » O todavía: «todo lo que se desarrolla espontáneamente es necesariamente legítimo durante cierto tiempo, como satisfaciendo por esta misma razón alguna necesidad de la sociedad.»

En oposición de toda concepción trans histórica del destino del hombre, o en oposición de toda esperanza teologal cuyo horizonte es la santificación, el historicismo, el relativismo, el materialismo práctico son pues inherentes a la secularización.

La secularización es una concepción de la libertad

Desde el punto de vista político, las primicias de esta revolución pueden ser observadas desde la Edad media en Guillermo de Occam, y consiste en una primera ruptura entre la fe y la razón. En el contexto muy particular de una doble disputa, una sobre los universales, y la otra entre el papado y el emperador de Alemania, Occam plantea el principio que Dios es tan poderoso como para que una cosa que sea pueda no ser. Con él, el poder de Dios deja de ser ordenado por su sabiduría. Así Occam hace volar implícitamente en pedazos el principio de no contradicción, y afirma el primado absoluto del poder de la voluntad sobre la sabiduría y la razón.

Volviendo arbitrario el poder de Dios, este principio va a sumergir por etapas el pensamiento político clásico en el universo de la Modernidad. La autoridad no depende más de una orden de sabiduría al cual se somete libremente. Poco a poco la función del soberano no va a consistir más en "dictar" una ley que, según san Pablo, nos permite «discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le gusta, lo que es perfecto».

En lo sucesivo, el soberano “hará” la ley, en cierta manera ex nihilo. ¿Si el soberano del universo, modelo de toda autoridad, no está forzado más por nada, por qué los soberanos de la Tierra lo estarían en un espacio y el tiempo que les es propio? ¿Si los actos de Dios surgen del "fait du prince”, por qué los pequeños príncipes de la Tierra, cuyo poder es sólo una delegación del soberano del universo, no actuarían en su pequeña esfera del mismo modo?

En Francia, el primer teórico que saca las consecuencias políticas de la revolución de Occam es Juan Bodin. Pertenece al Partido de los políticos. En plena guerra de Religión, éstos buscan con coraje permanecer neutrales. Cuatro años después de la Noche de San Bartolomé, en 1576, Bodin publica los seis gruesos tomos de La Política, que son actualmente poco leídos, y mucho menos aún que el Príncipe de Maquiavelo o el Leviatán de Hobbes. Sin embargo el primero que teoriza sobre los fundamentos del Estado secular moderno es Bodin.

Define la soberanía «como el poder absoluto y perpetuo de la república». Y eso es todo. El soberano es en su territorio eficiencia pura. En su definición excluye toda finalidad. En estas condiciones, el príncipe –como el Dios de Occam– puede dictar y romper la ley como bien le parezca, sin otro motivos que los que el se dicte a si mismo. «Porque tal es mi placer, dice el rey». Es un rey absoluto, es decir "absuelto" del poder de la ley que él mismo dicta.

Esta idea de una soberanía absoluta de la que van a apoderarse los teóricos de fines del Ancien Régime francés, libera al soberano de los límites feudales que todavía quedan y de toda pretensión del poder pontifical respecto del terreno político. Pero es también la raíz trascendental del poder lo que salta en pedazos con Bodin. Así, jamás hay que olvidar que es bajo el Ancien Régime que nace la concepción moderna del Estado. Cuando sobreviene la Revolución, la monarquía cristiana ya ha cesado de existir en sus fundamentos.

Una revolución que no es solamente política

Pero la revolución de Occam no se aplica solamente al soberano. Se aplica a todo hombre. Con Hobbes, la libertad deja de ser una cualidad de la voluntad sometida a la razón; ella misma se hace una fuerza pura, autónoma, incondicional, una capacidad de querer por si misma sin límites. Es puro poder sin normas externas. Kant, a continuación, nos lo dice en un pequeño ensayo titulado ¿Que son que las luces? Las luces, responde, es la salida del hombre fuera del estado de tutela del cual es responsable él mismo. El estado de tutela es la incapacidad de servirse de su entendimiento sin la conducta de otros. Uno mismo es responsable de esta tutela cuando la causa no radica en una insuficiencia de la resolución y del coraje de servirse de ellas sin la conducta de otros. ¡Saper auder! ¡Ten el coraje de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de las Luces.

La Revolución francesa no hará sino dar un marco institucional y político a la secularización triunfante liberando a Francia de todos los frenos que todavía limitaban a los soberanos del Ancien Régime. Como le escribe Mirabeau a Luis XVI el 9 de julio de 1790: «la idea de formar sólo una clase le habría gustado a Richelieu, esa superficie toda igual facilita el ejercicio del poder». En lo sucesivo, el divorcio entre la esfera religiosa y la esfera política se ha consumado en provecho de política, que se reviste de atributos divinos.

Quedan de eso dos consecuencias que numerosos autores describieron:

1/El soberano adquiere un poder que jamás había tenido antes.

Así, dice Benjamin Constant, en La Libertad en los Modernos:

“El error de los que, de buena fe, en su amor por la libertad, concedieron a la soberanía del pueblo un poder ilimitado, surje de la manera en la que se formaron sus ideas en política. Vieron en la historia a un pequeño número de hombres, o hasta uno solo en posesión de un poder inmenso que hacía mucho mal, pero su furia se dirigió contra los poseedores del poder y no contra el mismo poder. En lugar de destruirlo, ellos no soñaron sino en desplazarlo. Era una plaga, y ellos la consideraron como una conquista [2
]”.

Lo mismo escribe Alexis de Tocqueville en La Democracia en América:

“Desembarazándose de la fe en nombre de la autonomía absoluta de la razón humana los hombres del siglo XVIII dieron al poder temporal un poder que jamás había tenido. Los revolucionarios no debilitaron al soberano, lo liberaron de todas las tutelas que frenaban su poder”.

Y Bertrand de Jouvenel en Sobre el poder:

“Una vez que el hombre se ha declarado la medida de todas las cosas, no hay más verdaderamente ni bien, ni justo, ni injusto, sino solamente opiniones iguales en derecho, con lo cual el conflicto no puede ser resuelto de otra manera que por la fuerza política o militar; y cada fuerza triunfante entroniza a su vez una verdad, un bien, una justicia que durarán tanto como ella”.
”La comunidad de creencias era un factor poderoso de cohesión social, que sostenía las instituciones y mantenía las costumbres. Aseguraba un orden social, complemento y soporte del orden político, y su existencia manifestada por la autonomía y la santidad del derecho liberaba al poder de una responsabilidad inmensa y le oponía una muralla infranqueable”.

Y confirma también Jouvenel, que:

“Esta verdad es capital porque un poder, cualquiera que sea su forma, que define el bien y lo justo es absoluto de muy distinto modo que un poder que encuentra lo justo y el bien definidos por una autoridad sobrenatural. ¿Un poder que amolda las conductas humanas según las nociones de utilidad social es absoluto de muy distinto modo que un poder que rige a hombres cuyas conductas son construidas por Dios? Y sentimos aquí que la negación de la legislación divina, que el establecimiento de una legislación humana son el paso más prodigioso que una sociedad pueda dar hacia el absolutismo del poder [3
]”.

2/Asistimos a una suerte de sacralización secular de la política.

Así para Tocqueville, la Revolución francesa obró como una revolución religiosa:
“Encendió una pasión que hasta entonces las revoluciones políticas más violentas no habían podido producir. Inspiró el proselitismo y hace nacer la propaganda. Por ahí por fin pudo tomar ese aire de revolución religiosa que espantó tanto a los contemporáneos; o más bien ella misma se hizo una suerte de religión imperfecta, en verdad sin Dios, sin culto, y sin otra vida, pero que sin embargo inundó toda la tierra con sus soldados sus apóstoles y sus mártires, como el islamismo [4
].

Y Francisco Furet comprueba: “La paradoja de la historia moderna de Francia consiste en no encontrar el espíritu del cristianismo sino a través de la democracia revolucionaria”. O también: “La Revolución francesa renueva la palabra religiosa sin acceder jamás a lo religioso. Los franceses divinizaron la libertad y la igualdad moderna sin dar a los principios nuevos otros aportes que la aventura histórica de un pueblo que permaneció católico
[5]. »

Van pues a enfrentarse dos concepciones de la laicidad fundadas sobre dos concepciones de la libertad.

Por una parte, la Iglesia: «para la doctrina moral católica, la laicidad es comprendida como una autonomía de la esfera civil y política con relación a la esfera religiosa y eclesiástica — pero no con relación a la esfera moral» escribe al cardenal Ratzinger en su Nota de 2002. Y añade: "La “laicidad”, en efecto, designa en primer lugar la actitud del que respeta las verdades que proceden del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad. Poca importancia tiene que estas verdades sean enseñadas también por tal o tal religión particular ya que la verdad es una» (n. 6).

Por otra parte la Modernidad política: para ésta, como escribe Santiago Rollet en La Tentación relativista o la Democracia en peligro (DDB, 2007), la laicidad se hizo « una concepción cierta de la libertad política a la cual se asigna la tarea de librar al género humano de las cadenas del cielo [6
]».

El compromiso político cristiano


¿En estas condiciones que es lo que está en juego en el compromiso de los cristianos en política? ¿Que puede hacer un católico cuya conciencia es "una", y no puede ser separada, entre, por un lado la conciencia moral y por el otro la conciencia política, o entre «dos vida paralelas, una espiritual y otra secular»?
La primera condición me parece, es estar convencido que, como lo escribe también el cardenal Ratzinger, que «los ciudadanos católicos tienen el derecho y el deber, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad, de promover y de defender las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto de la vida y otros derechos de la persona, por todos los medios lícitos» (Nota, n. 6). Lo que está lejos de ser actualmente el caso en nuestras sociedades.

No se trata desde luego de hacer idénticas la ley religiosa y la ley civil: «la fe jamás pretendió encajar en un esquema rígido los contenidos político-sociales» escribe también el ex prefecto de Congregación para la doctrina de la fe. Pero existe como una gramática de la humanidad. Cada mismo hombre tiene, en el fondo de si mismo el sentido del bien y del mal. El Decálogo no hace sino formular las grandes reglas, que se enuncian en un conjunto de preceptos universales negativos y positivos: «no matarás, no robarás, honrarás a tu padre y tu madre, santificarás el nombre de Dios, etc. ». A esta gramática, la Iglesia no la inventó. La recibió como un depósito.

¡Escribiendo su historia larga, la humanidad no supo siempre respetar esta regla de vida!. Pero una cosa es cometer faltas de gramática, y otra cosa es negar toda gramática o dejarla a la arbitrariedad de cada uno.

En múltiples ocasiones, Juan Pablo II mostró hasta que punto esta gramática no podía depender de una mayoría de opinión. En la encíclica Evangelium vitæ, escribe:

En realidad, la democracia no puede ser elevada al nivel de un mito, hasta el punto de convertirse en un sustituto de la moralidad o de ser la panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un "sistema" y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter "moral" no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la cual la democracia debe estar sometida como todo comportamiento humano: depende pues de la moralidad de los fines perseguidos y de los medios utilizados. Si se observa hoy un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, hay que considerar a esto como un “signo de los tiempos” positivo, como el Magisterio de la Iglesia lo ha subrayado muchas veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o desaparece con arreglo a los valores que encarna y promueve: Son ciertamente fundamentales e indispensables la dignidad de toda persona humana, el respeto de sus derechos intangibles e inalienables, así como el reconocimiento del "bien común" como fin y como criterio regulador de la vida política.

El fundamento de estos valores no puede encontrarse en "mayorías" provisionales y fluctuantes de opinión, sino solamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva que, como "ley natural" inscrita en el corazón del hombre, es una referencia normativa para la misma ley civil. Cuando, a causa de un oscurecimiento trágico de la conciencia colectiva, el escepticismo viniera a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, es el sistema democrático el que sería quebrantado en sus fundamentos, quedando reducido a un mecanismo simple de regulación empírica de intereses diversos y opuestos (n. 70).

El político sólo puede recibir y respetar esta regla de oro, como la Iglesia. El católico no tiene que tener vergüenza de poner en causa a la democracia en la medida en que ésta se aleje de esta regla. Esta actitud no es confesionalismo.

Podría serlo, si los cristianos no evitaran la tentación siempre posible de instrumentalizar la religión en provecho de un proyecto humano. Ciertos católicos franceses del siglo XIX y del último siglo que tenían la nostalgia de lo que creían que había sido el Ancien Régime, pudieron ceder a esa tentación, soñando con una cristiandad mítica. Esta tentación, hasta inspirada por motivos religiosos, es la de la Babel, el mito de la ciudad humana perfecta. Las ideologías del siglo XIX y del siglo XX y el islamismo actual testimonian el peligro de tales utopías. El trono y el altar pueden aparecer yendo codo con codo cuando en realidad la inspiración es sólo humana y secular.

Me inquieto siempre cuando oigo a alguien, inclusive a un católico, decir que se bate en política por las ideas o por una forma de régimen. No tenemos modelo de sociedad que proponer, aunque fuera este religioso. Esto es lo que nos distingue fundamentalmente del Islam. La Iglesia en el curso de los siglos sostuvo muchas formas de organización política, a ninguna le dio un carácter absoluto.

No entramos en política para construir una sociedad perfecta a nuestros ojos, y para imponerla a través de la persuasión o por la fuerza a nuestros conciudadanos, sino para poner en ejecución el mandato del amor [7
]. Sólo la puesta en ejecución del mandato del amor puede subvertir la subversión religiosa operada por la Modernidad política. Este mandato supone evidentemente respetar la gramática profunda de la humanidad. No significa imponer a otros el plan “de la casa”.

La actitud justa me parece que consiste pues en esto: nuestra fe nos conduce a querer a todos los hombres. Nos invita a estar atentos a lo que son y a respetar a su respecto cierto código de conducta que resume el mandato del amor: «amaos los unos a los otros como yo los he amado». No estamos aquí para "convertir", sino para evangelizar, enseñar, alumbrar y amar. La Revelación no nos provee el modelo de la ciudad ideal, que existe sólo en el cielo. Nosotros solo estamos en el camino.

¿Aunque estos caminos nos aparecen a veces atravesándose, no nos conducen todos a Roma?


*Thierry Boutet es presidente del comité editorial de la revista Libertad política, publicó El Empeño de los cristianos en política (Privat, 2007). (traducido al español por Pablo López Herrera)

[1] La Crisis de la conciencia europea, Partis, Boivin et Cie, 1935, préface.[2] De la libertad de Antiguos comparada con la de los Modernos, 1819. [3] Del Poder. Historia natural de su crecimiento, Éditions du cheval ailé, Genève, 1945. [4] El Antiguo Régimen y la Revolución, III. [5] Francisco Furet, « La idea francesa de la revolución », El debate n ° 96, septiembre-octubre de 1997. [6] Santiago Rollet, La Tentación relativista o la Democracia en peligro, Desclée de Brower, Paris, 2007, p. 118.. [7] Así como lo sugiere el título de este seminario.

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