Las cabezas fuertes de Europa
Roland Hureaux (*)
Son todavía numerosos los católicos franceses, con los pastores a la cabeza, según los cuales va de sí para un cristiano estar «por Europa» (1). No deberían dejar de asombrarse de que Polonia e Irlanda sean los países que hoy ponen más problemas al proceso europeo de integración. Por cierto que Polonia, que tenía el arte de multiplicar las objeciones en tiempos de los hermanos Kaszinski, se calmó desde la vuelta de los liberales al poder (2). Pero Irlanda, la muy católica Irlanda, acaba de infligir «una afrenta a Europa» como dicen los editorialistas llamados a comentar los resultados del referéndum del 11 de junio de 2008, una consulta que dejó ver a este pequeño país de apenas cinco millones de habitantes decirle no al tratado de Lisboa, una versión revisada y apenas corregida de la difunta Constitución europea.
Qué los países notoriamente más católicos de Europa sean los más reticentes a la construcción europea, en cuyos orígenes muchos veían sin embargo, con razón o sin ella la mano de Vaticano, es portador de una doble lección, a la vez sobre el catolicismo y sobre Europa.
Catolicismo y resistencia
Muchos se aferran al esquema clásico según el cual la Iglesia católica es primero una organización autoritaria, con gusto por las grandes estructuras orgánicas, como ayer el Sacro Imperio y hoy la Unión Europea. Polonia e Irlanda son tenidas, de este punto de vista, como dos casos especiales donde tanto la adhesión a la religión católica como el espíritu de rebelión se explican por una historia totalmente singular, de varios siglos de opresión en la que la identidad religiosa sirvió de catalizador a la resistencia nacional. Qué esta historia hubiera hecho de unos y otros "cabezas duras" hostiles hasta a lo que pueda haber de mejor, como la construcción europea, sea. Se dirá empero que estos países continúan siendo excepciones. Algunos añadirían, despreciativos, que habiéndolos dejado el catolicismo durante mucho tiempo en la ignorancia y la superstición, no debería asombrar que sean reacios al progreso de las Luces encarnado por el proyecto europeo. ¡A riesgo de olvidar que Francia, también de tradición católica, pero a la que no se le podría echar en cara ignorar a las Luces, ya había dicho que «no a Europa» el 29 de mayo de 2005! Sin hablar de los Países Bajos, en su mayoría protestantes.
Esta actitud despreciativa no es diferente después de todo de la sin embargo extremista de los contrarrevolucionarios franceses católicos, que se mostraban reticentes delante de la revolución polaca de 1830, con el motivo que se trataba de una subversión de Europa de la Alianza Santa y pues un esquive al principio de autoridad. Los mismos dejaron entonces a la izquierda, que era sin embargo anticlerical, sostener a la católica Polonia.
Inútil es decir cuán reduccionistas son estas concepciones. Por nuestra parte, no pensamos que haya que ver excepciones en los casos irlandés y polaco.
Primero porque estos países, a pesar de su situación en los márgenes de Europa (si se deja de lado a Rusia, lo que se discute), aportaron una eminente contribución a la historia de la Europa cristiana. Sin volver a remontarnos hasta el papel jugado por los monjes irlandeses en la conservación de la herencia latina en tiempos de las tinieblas merovingias ¿quién desconoce la contribución eminente de Irlanda a la edificación de los Estados Unidos, a las misiones de ultramar, así como a la literatura de la lengua inglesa? En cuanto al país de Copérnico y de Juan Pablo II ¿quién podría negar su papel en la historia europea?
Sobre todo, la historia de estos países no es tan excepcional como creemos. Falta mucho para poder afirmar que la Iglesia católica haya favorecido en todo tiempo el partido del orden. Olvidemos su alianza precoz con los reinos bárbaros que hicieron volar en pedazos al Imperio romano. La Italia medieval, aunque centro de la cristiandad, vivió en un desorden continuo. Las ciudades ya eran allí republicanas. Los papas no estuvieron por poco para debilitar en el curso de los siglos a los emperadores de Alemania, hasta sumergir a este país también en la anarquía. El muy positivo Maquiavelo criticó bastante al papado por este papel destructor. Al contrario, el protestantismo vino a confirmar el poder de los príncipes de la Alemania del siglo XVI, como la ortodoxia reconfortó al Imperio ruso.
En Francia, frente a una aristocracia en su mayoría ganada por la reforma, es la Liga, organización categóricamente dirigida por el duque de Guisa pero con un componente fuerte y popular, que defendió con pico y garras al catolicismo. La sociología de los miembros de la Liga parisinos de 1590 prefiguraba por otra parte ampliamente a la de los jacobinos de 1792. En definitiva, la alianza de la Iglesia con los partidos del orden, a pesar de las figuras emblemáticas de Constantino y de Carlomagno (este último, tan complacientemente invocado en Bruselas), fue en la historia de Europa más bien la excepción que la regla.
Excepción, la España del siglo XVI. Excepción, la Francia del siglo XVII. ¿Es un azar que estos dos países dónde la alianza del trono y del altar había sido la más estrecha que en cualquier otra parte vieran las convulsiones más violentas y anticlericales de la historia europea: Francia en 1789, España en 1936?
Chateaubriand había percibido bien, contra los reaccionarios de su tiempo, este pacto multisecular entre el cristianismo y el espíritu de libertad: «la libertad está sobre la cruz del Cristo; desciende de allí con él»; « el genio evangélico es eminentemente favorable para la libertad », afirma (3).
Frente a un proyecto imperial
Hasta aquí el catolicismo. Con referencia a Europa, diremos: el fin primero de esta empresa, tal, como la concibieron los Padres fundadores, es sobrepasar las rivalidades nacionales para fundar la paz, de promover cooperaciones estrechas para asegurar la prosperidad; ¿es pues tan opresiva para que la pueda negar un pueblo al que le gusta la libertad como al irlandés? Europa no es el Imperio británico, no es la “prisión de los pueblos” rusa ni, por lo menos lo esperamos, la expresión del germanismo triunfante (ni los irlandeses, ni los Polacos son germanos y tuvieron que luchar por el contrario contra los vecinos germánicos).
¡Incluso! Primero lo dijo Jean-Jacques Rousseau: toda entidad política geográficamente extensa es inepta para la democracia; ésta solamente es posible en pequeñas repúblicas como la de Ginebra. «Más el Estado se agranda, dice, más el gobierno debe reducirse» (4). Se comprende siguiendo la lógica de Rousseau que, aunque la Unión Europea no tenga formalmente la calidad de imperio, allí es técnicamente difícil de organizar la democracia; los gobernantes de un conjunto tan vasto corren peligro de alejarse de las preocupaciones de los pueblos que la componen: ¿no es a lo que asistimos hoy? ¿Más bien que fulminar la débil capacidad de escucha de la Comisión Europea, como lo hace Nicolás Sarkozy, no habría que preguntarse si, en un conjunto tan vasto como la Europa de los veintisiete, es intrínseco y por lo tanto irremediable tal corte entre gobernantes y gobernados?
Más aun. Cuando la realidad del proyecto europeo no deja de plantear algunas dudas sobre su carácter verdaderamente liberal, no sólo vemos proliferar una reglamentación puntillosa y ambiciosa, que ya Margaret Thatcher y la escuela de Brujas denunciaban, sino que asistimos cada vez más a una negativa abierta de la misma democracia: ¡con qué suficiencia los partidarios de todo tipo del tratado de Lisboa niegan todo valor al referéndum irlandés, como denegaron todo valor a los referéndum franceses y neerlandeses! ¡Van hasta exigir que este país vuelva a votar hasta que diga sí –si nos atrevemos a decir que sea "sometido a la cuestión" hasta que reconozca que en el fondo no es hostil hacia el tratado de Lisboa!
¿No basta para demostrar lo que tiene de ideológico el proyecto europeo, si no tal, como estaba al principio, por lo menos tal, como se ha convertido hoy, esta negativa de democracia por parte de aquellos que se ven, según el esquema leninista, como una "vanguardia iluminada" que conduce a Europa a una empresa de transformación prometeica? No son solo los pueblos polacos o checo que ven allí analogías con el proyecto soviético. Son también disidentes reconocidos del antiguo imperio soviético como Alexandre Zinoviev o Vladimir Boukovski. «Es asombroso, dice recientemente este último, que después de haber enterrado un monstruo, la Unión Soviética, se construya a uno semejante, la Unión Europea ». Y subraya Boukovski que tanto uno como el otro estaban o son dirigidos por una veintena de personas elegidas.
Todos los disidentes que se expresaron percibieron la analogía entre el proyecto europeo y el proyecto soviético - sin que haya que poner sin embargo una equivalencia entre la represión brutal de las oposiciones en el sistema soviético y la descalificación insidiosa de los disidentes del pensamiento único en el sistema europeo.
El instinto de la libertad es uno, es franco, es claro, no transige. Forma parte del genio de Europa, se lo quiera o no, mucho más que de miríficos proyectos de avance de las naciones. Pero contrariamente a lo que pudiera proclamar el Iluminismo, el catolicismo fue históricamente más bien el aliado, incluso el fermento de este espíritu de libertad que su antítesis. Qué dos países famosos católicos se opongan al edificio cada vez más extravagante al que las instancias de Bruselas se obstinan en ponerle los andamios está lejos de ser un accidente o un fenómeno periférico. Es por el contrario la expresión de la verdad escondida del proyecto europeo. Saben, mejor que otros, reconocer las caras múltiples que esta presenta, aquellos a los que una experiencia larga de la opresión aprendió a desconfiar.
A pesar de todo, estos pequeños pueblos rebeldes expresan lo mejor del genio de Europa: el espíritu de libertad.
(*) Publicado en www.libertepolitique.com - Traducción de Pablo López Herrera
Notas
[1] Naturalmente no repetimos por nuestra cuenta estas expresiones de uso general. Muy por el contrario, pensamos que son los adversarios de la Europa supranacional quienes defienden la civilización europea, fundada sobre la diversidad y la libertad. [2] Y hasta el Primero ministro polaco Donald Tusk se distinguió desgraciadamente hace algunos días, haciéndose el portavoz de la Comisión para responder con una violencia poco diplomática a las declaraciones de Nicolás Sarkozy. [3] Desarrollamos este aspecto del pensamiento de Chateaubriand en: Roland Hureaux, La Actualidad del gaullismo, en el capítulo II: « En las fuentes del gaullismo, Chateaubriand y el liberalismo católico », p. 49 sq ., François-Xavier de Guibert, 2007. [4] Estas ideas son desarrolladas en: Jean-Jacques Rousseau, El Contrato social, Livre III, capítulo VIII. Los Estados Unidos parecen ser una excepción al principio enunciado por J.-J.Rousseau: ninguna democracia posible en un conjunto demasiado grande. Por lo menos hasta ahora...
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