Un viajero en Argentina hace 100 años (I parte)
Por Pablo López Herrera (*)
E la nave va ...
Conviene a veces tomar un poco de perspectiva para analizar sobre las causas de nuestros males, y revisar las opiniones que algunos extranjeros han realizado sobre nuestro país, no porque sean superiores a las nuestras, sino porque tienen menos del componente “partisano” que uno no puede dejar de tener cuando se trata de juzgar sobre uno mismo.
A principios del siglo pasado (S XX) escribió un viajero francés tres libros sobre la Argentina luego de una larga permanencia y recorridos a lo largo y a lo ancho de nuestras tierras. Estas líneas (**), fueron escritas antes de la revolución rusa, antes de la crisis de los años 30, antes de las clases medias al abordaje del poder, antes de los Moyano, de los Perón, de los Duhalde, de los Kirchner, de los Jorge Antonio o de Mendiguren, de las prebendas y los subsidios, de los gobiernos militares, de azules y colorados, antes de las dos guerras europeas, antes del nazismo y del comunismo al poder.
Me parece interesante traducir de la obra mencionada el texto que transcribo aquí abajo, que me parece refleja aspectos de nuestra idiosincrasia que aún nos acompañan. Al leer sobre las costumbres políticas y los acontecimientos que la descripción reflejaba, no podía dejar de pensar -entre muchas cosas- en Duhalde preparando el gobierno de Kirchner y amañando el sistema electoral. El problema no es unitarios o federales, conservadores o populistas. Es si en la Argentina –o en el mundo- hay lugar para que la gente decente llegue al poder, y sigua siéndolo. Mi primera conclusión es que solo hemos aumentado la cantidad de grupos de interés y que hemos aprendido poco de nuestros propios errores. Siempre estamos a tiempo de hacerlo. Pero para ello es necesario mirarnos en el espejo de nuestra propia historia.
Los párrafos que he traducido, están escritos teniendo a la vista la llegada de Sáenz Peña a Buenos Aires, y las manifestaciones en su apoyo o en su contra.
Antes de las elecciones, se leía lo siguiente en una publicidad escrita, “entre los avisos de un perfumero y de un vendedor de corsés, UNION CÍVICA - UDAONDO, candidato de la oposición, a actuado siempre en el interés del pueblo. En 1890 defendió Buenos Aires en el parque. En 1893, presidió la Asamblea revolucionaria de la provincia, y gobernó Buenos Aires con el pueblo y para el pueblo.” Amén ...
He aquí el texto:
Aunque la era de las revoluciones parece terminada en Argentina -salvo la aleatoriedad de una crisis económica larga y generalizada- el país sufre y sufrirá mucho tiempo todavía por las costumbres funestas que favorece desde hace un siglo la inestabilidad de su vida política.
Cuando en 1853, desembarazada de una tiranía que duraba ya un cuarto de siglo, la Argentina resolvió gobernarse a sí misma, adoptó como modelo de su Constitución la de los Estados Unidos. Parece que ese régimen federal, basado en la autonomía provincial, debiera convenir a un país tan vasto como este, en el que una sola provincia, la de Buenos Aires, es casi igual a tres quintos de Francia. Pero para aplicarla en su verdadero espíritu hubiera sido necesaria una verdadera educación política lejos de estar terminada en ese entonces, que tampoco está terminada ahora, y un estado de prosperidad general que la Argentina no conoce sino hace pocos años.
Dijo Taine que los gobiernos son como los indígenas, que –transplantados- languidecen o mueren.
Los argentinos clarividentes repiten con ganas el siguiente razonamiento:
Hemos tomado prestado un traje hecho para otro. En nuestra prisa por librarnos de una tiranía odiosa, fue necesario contentarse con una constitución que no fue ni el fruto de deliberaciones populares, ni el resultado de las meditaciones y discusiones de una elite. Por otra parte, una constitución vale sobre todo por los hombres que la aplican. Aquí fue rápidamente viciada por el entrometimiento del poder central sobre los poderes provinciales.
¿Hay que lamentarlo? No. Porque la mayoría de las provincias dotadas de autonomía eran incapaces de gobernarse ellas mismas y sobre todo de autoabastecerse. Pobres o mal explotadas, algunas casi deshabitadas, ellas debieron, para subsistir, aceptar o inclusive solicitar la colaboración del gobierno central, contar con él para completar el déficit de sus presupuestos, para tener ferrocarriles, puertos, telégrafos, escuelas, trabajos de riego, etc. , lo que sus escasos ingresos no les permitían. A cambio, se sometían con representantes dóciles a los proyectos del gobierno central. Esta sumisión forzada de sus delegados, aumentó la fuerza de este poder tan fuertemente constituido por la legislación, e hizo del presidente de la república un verdadero rey por seis años. Los ministros, elegidos por el también están sometidos. Y el nombra a todos los funcionarios de importancia. Teniendo en su mano a los gobernadores de las provincias y al congreso, el país le pertenece.
Si algún gobierno provincial intenta resistir indirectamente a través de sus diputados y senadores, si toma aires de independencia, si -en una palabra- no obedece ciegamente, es necesario que desaparezca, lo que no pasa espontáneamente. El gobernador representa, en efecto, los intereses del estado provincial, y sus derechos constitucionales frente a la capital y el gobierno central. ¿Cómo sacárselo de encima?.
De ordinario, el presidente procede por la vía de la intervención. Porque la constitución prevé que en el caso en que tumultos graves se produzcan en un estado provincial o si el mecanismo de la constitución dejara de funcionar, el presidente, con aviso al congreso, tendría el derecho de intervenir para restablecer el orden. Sólo se trata entonces de legitimar esa intervención.
El procedimiento es -en síntesis- bastante fácil. Consiste en fomentar una pequeña revolución instigada por el poder central o sus agentes, y el partido opositor al gobierno local -siempre hay uno- organiza la agitación en la capital de la provincia. Algunos turbulentos se arman con fusiles. Van a manifestarse frente a la casa de gobierno y luego a los cuarteles. Los militares y policías están en acuerdo, se disparan algunos tiros de fusil, y se mata a uno o dos agitadores y a un policía.
Entonces el gobierno central, rápido, investiga y pide al parlamento una ley que le permita intervenir oficialmente, ley que siempre es votada. Uno o dos comisionados, los “interventores” llegan a Córdoba, o a Corrientes, o a Santa Fe. Se entienden con el partido local opositor, organizan ellos mismos la abstención o la obstrucción del parlamento provincial, y declaran que, interrumpida la vida pública, hay que proceder a nuevas elecciones. Naturalmente estas se realizan bajo la vigilancia de los “interventores”. Y está todo dicho. Se eligen diputados del color que hace falta y un gobernador obediente. Y el juego está hecho.
De hecho, el sistema republicano democrático no existe aquí. Una oligarquía dirige al país, fraccionada en partidos sin programa que se disputan la presidencia, durante seis años, a fin de poder distribuir puestos y favores.
Si el presidente es un hombre con valores, no hay mucho que lamentarse por ese despotismo benefactor. Si es malo, es la anarquía y el despilfarro sin control. La política se reduce así a una política de personas. No se hacen grupos para sostener un principio, una doctrina política, económica o social, no se es ni librecambista, ni proteccionista, ni conservador, ni liberal, ni socialista. Se es partidario de cualquier cosa.
Así, encontrándose todos de acuerdo sobre las ideas directrices del gobierno, los adversarios no son enemigos. Forman parte de los mismos círculos, comparten los mismos lugares. No los anima ninguna pasión verdadera, que no sea la del propio interés personal.
Entonces es necesario que se cuiden los unos a los otros, a fin de conservar en cada campo la posibilidad de una influencia, de un favor. Y como todos se conocen, y son unos miles para compartir la torta oligárquica, atenúan rápido la vivacidad de sus respectivas opiniones para no herirse recíprocamente.
La prensa, por la libertad extrema de sus polémicas, satisface su combatividad y su violencia contenida y es -a veces- de una brutalidad increíble.
Si las elecciones, en general, tienen lugar en la mas profunda indiferencia de la nación que sabe perfectamente que su voto sería en vano, la aproximación de una elección presidencial despierta un poco más las pasiones.
Nada más allá de lo razonable, sin embargo, porque se sabe también que el presidente está elegido de antemano, designado por el presidente en el poder. Y además, la parte de la nación que se agita está limitada a la burguesía dirigente, conservando el pueblo su indiferencia y escepticismo de costumbre.
Pero el simulacro del libre sufragio debe tener lugar, y se crea una agitación artificial en los colegios electorales. Se han instalado los comités y nombrado los delegados. La campaña presidencial comienza...
(*) Miembro del Consejo Consultivo de Atlas-1853
(**)El escritor, un viajero que ya había escrito dos libros sobre los Estados Unidos, cuatro sobre Alemania y dos mas sobre nuestro país, escribe en “En Argentina. De la Plata a la cordillera de los Andes. Jules Huret. Eugene Fasquelle, editor, Paris 1913.”
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